sábado, 21 de enero de 2006

Reportaje sobre los asesinatos en Ciudad Juárez




Ciudad Juárez, donde ser mujer significa jugarse la vida

Yo Dona - El Mundo
21 de Enero de 2006

Por Laurence Pantin - Fotos Maya Goded

Su nombre es sinónimo de muerte. Desde 1993, más de 300 mujeres han sido asesinadas en la localidad mexicana. Este fin de semana, se celebra un macroconcierto en la capital del país para exigir una ley que frene esos crímenes impunes.


En una calle sin pavimentar en las afueras de Ciudad Juárez, a orillas ya del desierto, el polvo envuelve una pequeña construcción de madera y cemento. Una tela descolorida hace las veces de puerta. De aquí salió María Elena Chávez, de 16 años, una mañana de junio de 2000 para ir a trabajar. “Desde ese día, ya no supimos nada de ella”, dice su hermana, Brenda, de 18. En octubre la encontraron muerta. A María Elena le hicieron “lo que le hacen a todas”, cuenta Brenda. “Las violan y las matan. Aquí como que se está haciendo una costumbre.”

En Ciudad Juárez, en la frontera del estado mexicano de Chihuahua con Texas, hace más de una década que las mujeres desaparecen para luego ser halladas sin vida, ultrajadas, torturadas, y sus cuerpos abandonados en terrenos baldíos, sin que el Gobierno haya logrado ni atrapar a los culpables ni detener los crímenes. Lo cuenta la escritora Maud Tabachnik en su última novela, He visto el diablo de frente (Ed. Artime), y lo denuncia este 21 de enero un macroconcierto en la capital mexicana organizado, entre otros, por Cristina del Valle, de la Plataforma Española de Mujeres Artistas Contra la Violencia de Género.

Desde 1993 hasta la fecha, han sido asesinadas 374 mujeres y siguen desaparecidas cerca de 35, según la Procuraduría (Fiscalía) General de Justicia de este estado. Ahora bien, no existe certeza en torno a las cifras. Para Amnistía Internacional, solamente entre 1993 y 2003 habían muerto 370 mujeres y 85 continuaban desaparecidas. Victoria Caraveo, defensora de algunas madres y ex directora del Instituto Chihuahuense de la Mujer, asegura que se debe diferenciar entre los homicidios por atropello, por asalto o por violencia familiar y los 114 asesinatos en serie. Si no se hace, asevera, las autoridades afirman que el 80% de los crímenes ha quedado resuelto. “Y sí, lo están, pero los comunes, no los en serie.” De hecho, por estos últimos, sólo hay un culpable condenado. Pero algunas ONG, como Justicia para Nuestras Hijas, consideran que la distinción no es más que una estrategia para minimizar el problema. Afirman que todos estos delitos caen bajo lo que se conoce como feminicidio, un “genocidio de mujeres”, en palabras de la antropóloga Marcela Lagarde, “en el que concurren daños contra ellas realizados por conocidos y desconocidos, por violentos, violadores y asesinos individuales, y por grupos, ocasionales o profesionales, que conducen a algunas víctimas a una muerte cruel.” Tal fenómeno es posible cuando el Estado deja de garantizar la seguridad de buena parte de la población, en concreto, la de sexo femenino.

La mayoría de las desaparecidas, aparte de compartir ciertos rasgos—como ser jóvenes, guapas y delgadas—, pertenecen a las clases más humildes. Además de un feminicidio, estos asesinatos son un auténtico paupericidio. Si bien Ciudad Juárez ha crecido mucho, la mayoría de sus habitantes aún vive en la extrema pobreza. El desarrollo de Ciudad Juárez se debe a la llegada, a partir de1965, de las maquilas, fábricas extranjeras que recurren a la barata mano de obra local, especialmente de las mujeres. Se estima que, aproximadamente, llegan a la ciudad 300 personas al día y “no hay vivienda para ellas”, explica Esther Chávez Cano, directora de Casa Amiga, un centro de apoyo a las víctimas de la violencia. “Así es que se asientan en el desierto. No tienen otra alternativa más que la supervivencia.”

Pero para las mujeres de Juárez sobrevivir es cuestión de fortuna. Casi todas las asesinadas son obreras de las maquilas, empleadas de tiendas o estudiantes. Los asesinos las escogen “porque no tienen medios para defenderse. A las ricas, nunca les hacen nada, porque saben que no pueden meterse con el dinero”, afirma Patricia Cervantes, cuya hija de 20 años, Neyra Azucena, murió en 2003 en la capital del Estado, Chihuahua. Allí también, desde el año 2001, se han registrado unos 20 homicidios parecidos a los de Juárez. Y tampoco se ha dado con los culpables ni se han aclarado sus circunstancias.

La implicación de las autoridades

Se han barajado varias explicaciones, entre ellas el tráfico de órganos, la prostitución, la trata de blancas, la grabación de películas snuff, la práctica de ritos satánicos y la actuación de maniacos sexuales. El narcotráfico, cuya presencia en la ciudad es de notoriedad pública, también ha sido señalado como una posible causa. Pero, por ahora, lo único que tienen claro los familiares es el papel que los funcionarios, y la policía en particular, desempeña. “O las autoridades conocen a los culpables y reciben dinero de ellos, o son ellos mismos”, declara María Esther Luna Hernández, cuya hija Brenda Esther Alfaro, de 15 años, fue asesinada en 1997. De hecho, en dos informes presentados en 2004 por la entonces fiscal especial, María López Urbina, se publicaron los nombres de 130 funcionarios y ex funcionarios a quienes acusaba de negligencia u omisión. Por desgracia, “tardaron más en dar a conocer a los involucrados que en exonerarlos,” lamenta Silvia Solís, del Comité de la Campaña contra el Feminicidio y la Impunidad en Ciudad Juárez y Chihuahua.

En muchas ocaciones, la policía estigmatiza a las víctimas. Cuando Hortensia Enríquez fue a denunciar en Chihuahua la desaparición de su hija Erika Noemí Carrillo en diciembre de 2000, los agentes le dijeron lo mismo que a las demás madres: que su niña se habría ido con un chico y volvería algún día con un bebé. Pero Erika Noemí, que trabajaba para pagarse su licenciatura en Ingeniería de Sistemas, nunca regresó. “Fui a la Procuraduría y les llevé sus calificaciones de la escuela, todo 9 y 10”, relata Hortensia. “Para que no anduvieran contando que era una muchachita desintegrada del hogar.”

Además, los expedientes están plagados de contradicciones. Erika Ivon Ruiz Zavala desapareció en Chihuahua en 2001 y fue encontrada por su madre –semienterrada en el cementerio del vecindario— seis días más tarde. La policía concluyó que la causa de su muerte fue una sobredosis. Sin embargo, su propio informe incluye el dictamen del forense, que indica que no se pudo determinar si hubo sobredosis y no menciona los múltiples navajazos que aparecían en el cuerpo. De ahí que el delito que intenta esclarecer el expediente de Erika no sea un homicidio, sino una inhumación clandestina.

Falsos acusados

No es raro, incluso, que la identificación de los cuerpos sea deficiente, lo que deja a los allegados sumidos en la incertidumbre. Por ejemplo, en el caso de Neyra Azucena, la hija de Patricia Cervantes, un experto independiente determinó que, por el tamaño del maxilar inferior y de los dientes, el cráneo del cadáver no podía ser el de una joven de su edad, 20 años. Sin embargo, unos estudios de ADN efectuados por la Procuraduría General en 2004 establecían que los restos eran los de Neyra.

Por si esto fuera poco, cuando la familia pide justicia de manera demasiado insistente para el gusto de las autoridades, éstas buscan a los culpables en sus propios miembros. Inventándolos si hace falta. Tres días después de la desaparición de Neyra Azucena, su primo David Meza viajó desde Chiapas hasta Juárez para ayudar en la búsqueda. Cuando la policía encontró los restos de Neyra tres meses después, detuvo a David y lo torturó hasta que firmó una confesión. Lleva dos años en la cárcel, sin ser sentenciado y clamando por su inocencia. “Lo que más me gustaría es que se hiciera justicia a Neyra”, declara David en una entrevista telefónica.

Las asociaciones de familiares y varias ONG han intentado llamar la atención de la opinión pública internacional para exigir al Gobierno mexicano que ponga fin a esta situación. Sin embargo, hasta ahora, sus respuestas han sido actos de simulación, según la experta Silvia Solís, porque, si bien se ha creado una comisión y una Fiscalía especial, no se les han otorgado las atribuciones ni los recursos necesarios. Por lo pronto, el nuevo subprocurador de Derechos Humanos y Atención a Víctimas del Delito, Arturo Licón, reconoce que ha habido negligencias. Va a reabrir varios expedientes y, por lo que respecta a los funcionarios acusados en 2004, “en algunos casos se determinará una responsabilidad administrativa”, explica. “En otros, estamos esperando elementos para establecer una eventual responsabilidad de orden penal.”

Mientras, el único deseo que tiene la mayoría de las familias es que se reanuden las investigaciones para saber qué pasó con sus hijas. Una buena noticia es la contratación, con financiación del Gobierno de Chihuahua, EEUU y Canadá, de un equipo de antropólogas forenses argentinas. No sólo podrían determinar las razones del fallecimiento, sino también dar un nombre, mediante pruebas de ADN, a los cuerpos cuya identidad es dudosa, como la de al menos 50 cadáveres que permanecen en las instalaciones de la Procuraduría General de Justicia del Estado. Aunque suene paradójico, esto podría aliviar el sufrimiento de los padres. “Siento en mi corazón que Erika no vive”, revela Hortensia Enríquez, “pero aún la sigo esperando. Un resultado, sea bueno, sea malo... Yo, lo que quiero es saber dónde está”.